domingo, 30 de diciembre de 2007

ESPUMAS QUE SE VAN

ESPUMAS QUE SE VAN


Alguien se equivocó porque, en Los Caobos ese cielo, esas calles, esa plaza, esas palmeras que doran el sol de las regiones tropicales, debieron estar en otra tierra, específicamente en Baviera, porque cuando uno comienza a ascender desde la Plaza Venezuela, redondel acuático urbano, uno observa unas fuentes como volcanes en erupción, las cuales vomitan hacia el cielo una fría lava, como si de pronto lloviera al revés. Cuando uno continúa su rápido ascenso desde la Plaza Venezuela por la cuesta de la Avenida La Salle, más arriba del puente ornamental que durante tantos años soportó estoicamente el paso de los trenes del Ferrocarril desde Santa Rosa hasta Ocumare, pocas cuadras cuesta arriba, después que uno percibe el olor del incienso papal en los mensajes canónicos de la Embajada de la Santa Sede, allí está ese sitio donde sedientas gargantas y paladares ansiosos trasegaban galones, hectolitros, mirialitros de la fría Pilsen y degustaban kilos, toneladas, megatoneladas de salchichas fritas, aderezadas con el agridulce sabor de la salsa de tomate en hemorrágico fluir junto con el acre picor de la mostaza.
Allí está, gradas arriba desde la acera, extendida en mesas y sillas pulidas debajo de unos toldos que le dan a uno la impresión de un eterno ambiente ferial, la inefable Cervecería Munich, Baviera tropicalizada en plena Avenida La Salle de Los Caobos. Alguien debió equivocarse, porque todo ese paisaje de alegría que al final de la cuesta de la Avenida La Salle, que El Avila engulle de verde, debió estar en Baviera, pues en los fríos otoños e inviernos continentales del sur de Alemania, se hacía sentir la ausencia del tibio sol de Los Caobos, cuando durante o después del Oktoberfest, la gente sale en tropel por las calles de Munich con sus inmensas jarras repletas de Pilsen en la mano, en una frenética competencia féculo-etílica de cebada fermentada y bebida al clima..
La cerveza se goza, se disfruta, se vacila cuando hace calor, al igual que el sexo se recrea cómodamente acostado en una cama, si es posible con dos almohadas, una debajo de la nuca y otra debajo de los riñones. Tomar cerveza bajo el frío otoñal o invernal de Baviera, es igual que hacer sexo de pie. Pero también es verdad que si se trata de cambiar el orden natural de las cosas y se le echa hielo a la cerveza, se obtiene el mismo efecto perverso de pretender chuparse una teta con el sostén puesto
En Munich y en Los Caobos, por efecto del espectro solar y otras consideraciones, la misma cerveza debe tener colores y texturas diferentes. En Los Caobos, la cerveza debe verse más ambarina, más espesa que en Baviera, con la blanca espuma coronando la superficie, como una ola de resaca. La respuesta para esa diferencia en el sabor de la misma cerveza tomada a la misma hora en Munich o en Los Caobos, en el otoño o en el invierno, con seis horas de diferencia, es algo que ni los teólogos, ni los naturistas, ni los esotéricos, ni los filósofos se han encargado de investigar, pero la diferencia de textura, sabor y color de la misma Pilsen, del cunniinlingus y de la felación, lo debe determinar la posición equinoccial del sol en Los Caobos, en contraste con los rayos oblicuos del sol en el otoño o en el invierno bávaro. La diferencia del sabor de los mismos cunninlingus y la felación, en ambas latitudes pareciera, en consecuencia, no estar en razones de higiene, sino en la intensidad del sol. Igual fenómeno opera con el sabor de la Pilsen.
Vuelvo y repito: alguien debió equivocarse al invertir el orden natural de las cosas y por tanto debe enmendarse ese error, para que al igual que el amante de la viudita la hija del rey, además de gustarle la Pilsen bien fría y la salchicha alemana frita aderezada con salsa de tomate y mostaza, debería poner las cosas en su santo lugar. Eso significa que en la Avenida La Salle de Los Caobos, con su cálido sol, se disfrute de la Pilsen bien fría, sin ponerle hielo, pero en Baviera, si eso les hace feliz, disfrutar de su cerveza en el Oktoberfest, calentando el sexo pero enfriando la Pilsen, aunque se entumezcan los labios y el tracto digestivo.
A estas alturas, nadie sabe si ese error se enmendó, aunque existen fundados indicios de que sí se enmendó, pero de un modo relativo, pues mientras en Baviera el Oktoberfest sigue dando quehacer, con frío otoñal e invernal o sin él, en Los Caobos, en cambio, cabalgan unos duendes que muy de tarde en tarde, hablan, gritan, charlan, con la lengua mocha cortada en dos trozos por el alcohol contenido en la Pilsen. El olor de la fritanga también se deja sentir en lontananza, muy de tarde en tarde, en Los Caobos, pero con salchichas alemanas fritas en un aceite helado, inservible, al clima, no atizado por la llama de la estufa, como para que el transeúnte acerque su nariz hacia unos quietos calderos, que herrumbrosos y abandonados, ya no exhalan el visceral aroma de la salchicha frita.
Philip y Theresa son dos teutones (él teutón, ella además, tetona por sus pronunciadas turgencias pectorales), ambos descendientes de familias nacidas en la Colonia Tovar, quienes, acertada o equivocadamente creyeron que Caracas y Munich podrían vincularse a través del sensual sabor que deja en la boca y en otros lugares estratégicos del cuerpo, una cerveza bien fría. Si acertaban o se equivocaban, el veredicto implacable lo darían los bebedores de cerveza, quienes daban más vueltas que un perro antes de echarse, por algunas de las cervecerías de Caracas, en busca de una buena fría, consumida en el momento preciso, en el lugar acertado y en el ambiente adecuado, para celebrar, enlutarse o conmemorar algún acontecimiento académico, político, deportivo o erótico..
Inútil búsqueda de los bebedores de cerveza, cuando concurrían a la Porlamar (UFF…cerveza con pescado); a la Caleta (GRR…cerveza con paella); a la Lara (UGG…cerveza con callos madrileños), menos aún en el Francos (GUSH…cerveza con pasticho).
Philip y Theresa, tan criollos como todos los teutones nacidos en la Colonia Tovar, habían estado en Munich cuando ambos eran niños, pero de la mano de sus respectivos padres. Habían participado en verdad en el Oktoberfest, pero en su condición de niños, sólo podían asistir a las diversiones para niños, los tíovivos o carruseles y los desfiles a la orilla de las aceras, muriéndose de aburrimiento al ver pasar las bandas musicales con hombres y mujeres en trajes multicolores, bailando y cantando alegremente, pero hasta ahí…Bebida, un refresco, comida una salchicha, pero hasta ahí…nada del sexo que se practica libremente aupado por el alcohol en cualquier esquina, al amparo de un auto o de un quiosco de revistas…o en plena acera, a una hora en que a Philip y a Theresa ya se los habían llevado sus respectivos padres a dormir en casa de unos parientes en una aldea cercana a Munich.
Cuando Philip y Theresa se hicieron adultos y se enamoraron y practicaron el sexo, tal como lo harían sus lejanos paisanos teutones en el Oktoberfest, ellos cambiaron las enferiadas calles de Munich por los hoteles de El Junquito, pero enriquecieron a su manera los encuentros a través del cunninlingus y la felación, luego que se embriagaban con interminables sorbos de cerveza entre orgasmo y orgasmo.
Philip y Theresa muy pronto notaron, aunque ninguno se lo dijo nunca al otro, pues ambos eran católicos muy devotos, que el cunninlingus y la felación sabían diferentes cuando habían consumido cerveza previamente, a diferencia de cuando habían consumido otro tipo de licores, o cuando simplemente habían ido sobrios a la cama. Es más, ambos notaron, pues lo hicieron muchas veces, que el cunninlingus y la felación no sabían diferentes dependiendo de la marca de la cerveza que consumieran previamente. La Polar era como muy dulce, con un cierto sabor quemado, producto de la maduración. La Zulia era muy áspera, producto de la escasa maduración o de la calidad de la cebada. Pero la Caracas…ay la Caracas, amarga como la retama, era la que al final, les daba el mejor sabor al cunninlingus y la felación, pues al parecer no perdía su poder embriagante, no obstante el proceso digestivo.
Ahí está la clave de todo, el proceso digestivo, por una rápida, casi instantánea absorción de la cerveza a través del estómago, y de allí directo al torrente sanguíneo, dada la naturaleza hidrocarbonatada de la cebada, al contrario de otros licores como el güisqui y el ron que deben esperar un rato mucho más largo para incorporarse al torrente sanguíneo, pues sólo son absorbidos por el intestino grueso.
¡Qué manera de excitarse! ¡Qué comunicación tan grata!. Pero sobre todo, ¡qué complicidad más estrecha entre el torrente sanguíneo y los tejidos grasos del organismo, expresada en su máximo nivel por la masa encefálica! Sin importarle un bledo, sin preguntarse el cómo ni el porqué, el torrente sanguíneo, el muy sinvergüenza, deprime el sistema nervioso, arrollando el cerebelo para producir en el cuerpo y el espíritu esa sensual sensación del vértigo etílico. Se pierde el equilibrio, se perturba el sentido de orientación, se enreda la lengua, se nubla la mente como un amanecer del invierno bávaro, pero eso no importa cuando se gana en erotismo, con esa sensación de abandono, con esa corriente eléctrica que se eleva a través de los muslos hasta la entrepierna.
Pero nada de eso tiene mayor sentido cuando se le compara con las ganas de orinar. La vejiga repleta que se llena a razón de una gota cada 3 segundos, excita la próstata y el nervio pudendo y el clítoris, produciendo en forma coetánea la erección que aumenta el volumen del pene, reduce el escroto y le da consistencia de piedra al miembrecillo femenino junto con la secreción aceitosa de los labios mayores. ¡Cómplice actitud del torrente sanguíneo que arrastra en su alocada carrera inmensas porciones de andrógeno y estrógeno! .Se exacerba la concupiscencia en un ir y venir pendular que humedece la ropa interior!..
No hay nada comparable con darle rienda suelta a la vejiga, sentir el estremecimiento al paso de la orina por la uretra y esa sensual sensación de plácido alivio al desalojar desde las entrañas el espumoso líquido urinario. Espumas que se acumulan por la caída libre de unos 80 centímetros desde la abertura del pene hasta el envase donde se deposita la orina y la menor altura y fuerza de la salida de la orina a través del meato femenino, pues generalmente la hembra orina sentada.
Espumas que se acumulan en la superficie de un líquido amarillento muy claro, casi transparente, de textura y sabor sui géneris, con aroma amoniacal que no se parece a nada, pero de mágico efecto estimulante de la libido, igual en la tropical Caracas que en la invernal Baviera, que adquiere la característica lupulosa y el sabor de la transformación química dado el proceso industrial que sufre la cebada en su destilación.
Philip y Theresa nunca hablaron el uno al otro acerca de esa diferencia de sabores, ni aún cuando al fin se casaron después de una larga temporada en la que sudaron todas las sábanas de los hoteles desde el kilómetro 3 hasta el kilómetro 20 de la carretera a El Junquito. Un extraño pacto secreto, no compartido entre ellos, aunque sí cada quien por separado, cada quien con sus amistades más cercanas, los llevó a escoger la Cerveza Caracas como la marca que venderían con exclusividad en la Cervecería Munich, previo convenio con esa empresa, cuando un buen día decidieron abrirla en la Avenida La Salle de Los Caobos.
A Philip y a Theresa, nacidos y criados en la Colonia Tovar, les eran muy familiares el ambiente, las costumbres y el imaginario teutón, donde la cerveza y la salchicha forman un binomio indisoluble, y dado que ambos tenían un vago recuerdo infantil de su experiencia en el Oktoberfest, cometieron el error relativamente enmendado, de pretender trasladar Baviera a Caracas, así sin anestesia y sin nada, no obstante que irían haciendo graduales ajustes para que el contraste entre ambas realidades no fuera tan brusco. Por ejemplo, pronto se dieron cuenta que el repollo agrio no era muy grato a los paladares criollos. En cambio, sí acertaron en cuanto el mobiliario y la utilería, la disposición de las mesas esparcidas en el local y las jarras, sobre todo las jarras, donde se servía la cerveza, pesadas jarras de cerámica color gris con capacidad de medio litro cada una, tan pesadas y tan gruesas que mantenían admirablemente fría por mucho tiempo la cerveza. No es posible encontrar en el mundo fuera del ámbito de la Cervecería Munich, un binomio más complementario que el de la cerveza fría con la salchicha alemana frita, dos mitades que se complementan tan admirablemente como una sociedad comanditaria. Es más fácil extraer el aceite cuando se mezcla con el agua, que ir a tomar la Pilsen en la Cervecería Munich y no acompañarla con la salchicha frita, cuya omisión es casi un pecado de lesa lupulosidad.
Pero la cerveza no provenía de las miserables botellas, botellón, media jarra o tercio, sino de sifones o lisas. Philip decía con mucha pasión que él quería tener una cervecería, no un botiquín de mala muerte, donde lamentablemente la cerveza se sirve a través de botellas. Tampoco barras, como en otras cervecerías de Caracas, pues según él, las barras están hechas sólo para borrachones parlanchines y él quería una selecta clientela atendida directamente en las mesas. Nada de música. La flemática personalidad teutona de Philip no se permitía libertades más allá de Beethoven, Wágner, Bach y Mozart. Rotundo no a la música grabada o en vivo con los músicos ventetú que solían concurrir a los sitios nocturnos. Sin embargo, para partir la diferencia con la terquedad de Theresa, muy inclinada a la pegajosa salsa y a los dulzones boleros de los cantantes de moda, se contrató por suscripción al Hilo Musical, para que éste sirviera de suave fondo melódico con música ligera o popular estilizada. En eso Philip no transigió con nadie, ni siquiera con los populacheros clientes que a fuer de concurrir a la cervecería se hicieron amigos de Philip. ¡Esto parece un velorio!, solía comentar el charlatán Pepe el Gritón, aburrido de Ray Coniff, Clayderman y Billy Vaughn.
Pero esa consustanciación de Philip con el imaginario teutón, le hizo sentir una brutal pena ajena en nombre de sus antepasados, cuando una desgraciada noche, recién comenzando a operar la Cervecería Munich, apareció ante las cámaras de TV la abominable figura de Adolf Eichmann, quien estaba siendo juzgado en Israel por sus horrendos crímenes cometidos durante el holocausto judío. Con la cara roja de vergüenza soportó estoicamente miradas y gestos sarcásticos por parte de la clientela. Este desagradable episodio lo marcó por el resto del tiempo que estuvo al frente de la Cervecería Munich.
Philip y Theresa acertaron en la ubicación, la circunstancia y el concepto de una cervecería, la cual no podía ser de otra naturaleza sino alemana, específicamente bávara. La Avenida La Salle de Los Caobos, punto de convergencia entre la academia, tan íntimamente ligada al etílico discurso de éxitos y fracasos estudiantiles. También el deporte, tan hipócritamente segregado del consumo de bebidas alcohólicas, pero en eterno matrimonio de conveniencia entre deportistas, quienes pasaban más tiempo en los bares que en el gimnasio y la cancha, y los aficionados, quienes si es verdad que no tenían que rendirles cuentas a nadie y por tanto se daban la mano con los deportistas en la cervecería, para discutir las incidencias de los eventos deportivos. Igualmente la política, en plena efervescencia de la lucha armada, para sellar pactos de honor en la cómplice conversación ahogada por el bullicio del parloteo de los clientes alrededor de las mesas. Pero sobre todo el erotismo, cuando la desinhibidora espuma de la Pilsen secretamente destornilla cualquier resistencia al requerimiento amoroso, más aún en ese escenario tan grato compartido entre amantes en esa cervecería.
Muchos científicos de panzuda presencia y alopecia senil, apoyados por nalgudos rastacuerismos, sostienen con mucha razón científica, pero con poca sindéresis erótica, que el alcohol etílico en general y la cerveza en particular, deprimen el sistema nervioso. Tal aserto es válido para los hombres solamente, dado que la extensión del pene requiere de grandes torrentes de sangre para llenar los espacios cavernosos del pene, pero el diminuto clítoris no requiere más de una pocas gotas de sangre para poner a sus dueñas al borde del lecho. “No hay mujer incogible, sólo hay mujeres sobrias”, proclama Philip cada vez que sus requiebros ponen en posición horizontal a la fémina
A poco de inaugurada la Cervecería Munich, una ansiosa clientela inundaba el local, el cual pronto comenzó a ser insuficiente para la gran cantidad de parroquianos de toda índole. Los estudiantes de la Universidad Central, quienes concurrían en patota a contarse las incidencias de las clases, pero sobre todo los exámenes. El grupo que formaban Benjamín (cabezón de Carora), el gocho Romerito, el narizón Rivero, el impasible Primitivo, le dieron al abigarrado local de la cervecería, la connotación de salón de usos múltiples, sobre todo cuando se hacían acompañar de muchachas con pretensiones de hacerles el sebo. Los peloteros o pichones de peloteros, con sus uniformes aún empapados de sudor por la reciente caimanera, abanicándose el transpirante rostro con la deshecha gorra. La barra de los Tiburones de La Guaira, con Pepe el Gritón a la cabeza, llenando los ámbitos con sus cuentos subidos de color, con esa voz estentórea que sacaba de su distracción a la concurrencia. Los políticos, discretos sujetos, quienes hablaban casi en susurros, para compartir entre ellos el secreto de la lucha armada. Las mujeres, quienes en grupos de dos o tres o cuatro, sin compañía de caballeros, quienes se sentaban discretamente en las mesas más distantes, puestas a prueba por algún rascabucheador de oficio al aceptarles o rechazarles alguna cerveza que enviaban con un mesonero. Los artistas, apócrifos o auténticos, algunos de ellos disfrazados con boínas, todos bohemios, los últimos en irse del local, casi a empujones, ya de madrugada, aún después que se marchaban las parejas de enamorados, al cabo de muchas horas y de profusa conversa y poco consumo, en virtud de su eterna carencia de dinero para pagar las cuentas Toda una abundante fauna, variopinta y plural, vinculada, aunque sin saberlo, por el afán onírico de Philip, quien a juro quería trasladar la invernal Baviera a la tropical Caracas. Sin embargo, por todos estos hechos, Philip se anotó muchos tantos a su favor.
Philip no se andaba con miramientos en aquello de mujeres, mejor aún, mujeres bebedoras de cerveza, aquellas que bebían a pecho la fría Pilsen. Por eso, cuando la Cerveza Caracas inició una de sus tantas exitosas campañas publicitarias ideadas por CORPA, consistente en tres hermosas modelos, quienes por sus apodos definían las características más notorias de la marca Caracas, Aroma Fino, Sabor Alegre, Color de Oro, tres despampanantes hembras, a cual más hermosa y cautivadora, que paseaban sus rostros y sus cuerpos por las pantallas de la TV, que de acuerdo con el concepto de Philip, es lo más parecido a un Oktoberfest tropical. Por eso, Philip, después de quedar electrizado por el comercial televisivo, se empeñó en invitarlas a su Cervecería Munich, para promover su negocio, contemplarlas de cerca en todo su esplendor, aún a costa de una buena suma de dinero que seguramente cobrarían las modelos y a costa también de la ojeriza de Theresa, aunque agraciada con atributos físicos, pero ni remotamente comparables con esas modelos.
Aroma Fino era una morenaza, de generosos senos, muslos firmes y pantorrillas exquisitamente torneadas. Sabor Alegre era de piel blanca, no muy alta, pero poseedora de un rostro semejante a esas madonnas plasmadas en los lienzos renacentistas. Color de Oro era una catirrucia de perfil griego, senos breves, pero un tan buen moldeado cuerpo que se expande en los hombros y en las caderas y se aguza en una delgada cintura abarcable al juntar el pulgar y el índice de cada mano.
Aroma Fino, Sabor Alegre, Color de Oro, eso es lo quiere vender la Cerveza Caracas, pero ¿no es acaso también lo que define la orina aún caliente, inmediatamente después que abandona las entrañas de las hembras que Philip degustó tantas veces en sus interminables sesiones de sexo oral? ¿No es acaso también la espuma que se deshace en burbujas en las jarras de la Cervecería Munich y en el envase donde se deposita la orina?. Preguntas como esa se las hacía Philip cuando fijaba su indiscreta mirada justo en la entrepierna de las modelos, haciendo un ejercicio de suprema imaginación, cada vez que esas tres modelos visitaban la Cervecería Munich.
En ese transvase automático de su sueño bávaro en la tropical realidad caraqueña, Philip quiso organizar un Oktoberfest en la Cervecería Munich, pero, para su pesar, fracasó rotundamente, al no obtener respuesta ni siquiera de sus paisanos teutones de la Colonia Tovar. El otro temor muy fundado de Philip, tenía que ver con la cultura etílica de los apasionados borrachitos criollos versus sus flemáticos pares teutones, es decir, borrachitos ordinarios versus borrachitos flemáticos, pero borrachitos al fin, sólidamente vinculados por la consigna universal de Carlos Marx, su lejano antepasado teutón, quien proclamó en una verdad del tamaño de su descomunal teoría, ¡Barrachitos del mundo, uníos!.
Un viernes por la noche del mes de Julio, tal como lo había temido Philip desde hacía mucho tiempo antes, se presentaron en la Cervecería Munich cuatro cañoneros, de sombrero de pajilla y vestidos con pantalones a rayas, como si fueran payasos, quienes, por la elemental razón de encontrarse en el local de una cervecería, interpretaron el conocido danzón que solía cantar Barbarito Diez, pero en esta ocasión el suave danzón se transformó en un intenso ritmo rucaneado
Una noche se sentó a mi mesa
Y en las copas bebí todo su amor
Transcurrieron sólo dos semanas
Tras las cuales mi vida se apagó.

Pero lo que más deleitó a la concurrencia fue aquello de:
Un querer que surge en una mesa,
Entre espumas se debe sepultar
Si un querer nació de una cerveza,
Otra cerveza beberé para olvidar

Llovieron los aplausos y las monedas de propina que fueron a dar a la caja de resonancia de la guitarra de uno de los músicos. El único que permaneció imperturbable en esa circunstancia, fue el flemático Philip.
Para colmo, esa misma noche, con el local de la cervecería atestada de clientes, llegó el cabezón Benjamín con su patota en medio de una tremenda depresión, pues había salido raspado en el examen, en contraste con sus camaradas, quienes se encontraban eufóricos por haberlo aprobado. La avidez con que Benjamín consumía las cervezas aceleró el proceso de su embriaguez, comenzando desde ese mismo momento a recorrer la escala zoológica, saltando la débil muralla que separa al humano de la bestia, lo cual se mide en grados de contenido etílico en el torrente sanguíneo. Mono, León y Cerdo, en ese orden, definen la cultura, la conducta y la actitud del humano ante la dosis de alcohol que le llega gradualmente al cerebro. El Mono Benjamín es un chistoso sujeto, jaquetón, de ruidosas carcajadas y muecas patéticas, que propina fuertes golpes en las espaldas de sus compañeros. El León Benjamín es pendenciero, guapetón y buscador de broncas, en contraste cuando estaba sobrio. El Cerdo Benjamín es un bicho hablachento, vulgar y malhumorado, el cual casi baña a sus vecinos de mesa con un ácido vómito de cerveza fermentada y salchichas indigestas, lo cual encolerizó a Philip, a los mesoneros y al resto de la clientela. El impasible Primitivo, con la ayuda de sus compañeros se llevó casi a rastras a un mareado Benjamín, quien había perdido totalmente el equilibrio y el sentido de orientación, tan desorganizadamente deprimido se encontraba su sistema nervioso. A la mañana siguiente tendría Benjamín la más sombría resaca de su vida, producto de la acción irritante de la cerveza sobre su sistema nervioso y la pérdida más allá de un límite tolerable del sodio y el potasio de su asténico organismo.
Sin embargo, no todo fue vano e intrascendente en la noche del vómito, como desde allí en adelante fue bautizado el incidente del cabezón Benjamín, pues Philip se sentó en la mesa que acababan de desocupar Benjamín y sus camaradas, justo al lado del baño de las mujeres, por lo cual, ese espacio, de allí en adelante pasó a ser reservado exclusivamente para él. ¿Motivo?. Desde esa mesa, contigua al sanitario de damas, delgada pared de por medio, se sentía nítido el silbido que produce el órgano genital femenino cuando su dueña orina y luego, el golpe seco del papel sanitario para limpiar la entrepierna. Pero todo eso, que ya es bastante, no era su único atractivo, también escuchar la sarta de pendejadas que, según Philip, hablan las mujeres en la sala sanitaria, pues ninguna mujer concurre sola a ese sitio, siempre va acompañada de una congénere. El posible valor agregado del palique de las fémina en circunstancias urinarias, en su estrategia de sexo oral, lo comprendería Philip mucho más tarde, al darse cuenta que oralidad no es necesariamente sexo, aunque sí una parte fundamental del éxito tanto en los negocios como con las mujeres.
Ese singular silbido del órgano femenino, del cual Philip hasta ese instante desconocía o no había reparado, semeja una orquesta sinfónica de instrumentos de viento, constituídas por pifanos, flautas, trombones, oboes, armónicas, bombardinos, guaruras órganos, saxos, clarinetes, pitos, y hasta percusión en las explosiones flatulentas al relajar los esfínteres urinarios. Por su febril imaginación, Philip valoró los mejores compases de la sinfonía pastoral de Bethoven. Por eso el amante de las obras maestras de Beethoven, Wágner, Bach y Mozart, con un oído educado por horas enteras dedicadas a esos virtuosos compositores, pero también sagaz estudioso de la conducta femenina, llegó a identificar, no tanto la personalidad de las autoras, pero sí la constitución o complexión física de sus dueñas. Las obesas, llegó a descubrir Philip, emiten un chiflido grave, tal vez por la obstrucción adiposa que rodea su órgano. Las muy flacas, emiten un agudo chiflido, por la razón contraria. Las rollizas, como Aroma Fino, emiten un chiflido profundo y ruidoso
Philip, normalmente de temperamento pragmático, con estudios inconclusos de ingeniería, era impensable que estuviera enterado del origen de ese silbido del órgano femenino al vaciar la vejiga. No podía ser de otra manera en la fisiología femenina, dada la corta distancia desde la vejiga hasta el meato y la presión muscular para expulsar la orina por un orificio tan pequeño. En sus estudios inconclusos de ingeniería, cuando en las clases se trató la mecánica de fluidos. Philip sencillamente desertó de la universidad, por lo tanto, al perderse conceptos tan fundamentales en su formación, no sería extraño que ignorase el efecto de la reducción de las tuberías en la presión de los fluidos, hecho elemental al cual él le dio una explicación erótica, lejos de pragmáticas razones médicas o de ingeniería.
Theresa se extrañó que, a partir de la noche del vómito, ya Philip no se instalaba en el área de la caja para supervisar los ingresos del negocio, sino en la mesa contigua al baño de las damas, donde permanecía horas enteras. Cuándo iba a imaginarse Theresa que el desinterés de su marido por cosas tan terrenales como el dinero, en cambio para él existieran cosas más sensuales y divinas que ella no comprendía bien, pero que tocaban tan de cerca su inclinación por su no desmentida fibra musical. En muchas ocasiones no cuadraron las cuentas del negocio, pero la agenda mental de Philip ya había identificado y catalogado los silbidos de acuerdo con unos parámetros fríamente calculados, y establecidos en una correlación perfectamente sincronizada del pecado con la pecadora. Hasta una tabla de variables, fruto de su capacidad mental, había construido Philip en su insaciable búsqueda de correlacionar la Cerveza Caracas antes y después de consumirla, con la ambarina espuma del antes y el después del proceso digestivo, los grados de excitación de la fémina, corroborados por el tema de conversación asumida con sus congéneres en el baño y por último, la febril imaginación de Philip al ver a cada fémina cuando traspasaba el umbral del baño de las damas, soñar tenerlas rendidas en posición horizontal para el cunninlingus y la respuesta de ella a la felación, retenida como estaba la orina en su vejiga, sin el trauma hidroneumático de su próstata con menguada capacidad productiva.
Aroma Fino, Sabor Alegre y Color de Oro nunca compartieron el lecho con Philip, pero la inversión crematística y la retroalimentación traducida en una creciente clientela en su negocio, habían más que compensado su esfuerzo económico y mental de asociar el provecho comercial con el más sublime teorema de espuma asociado con el sexo que ente humano alguno haya construido sobre la faz de la tierra. Pero ese desinterés de Philip por sus clases de ingeniería le había inhibido de conocer otro postulado de la mecánica de fluidos, en este caso el efecto cascada, el cual junta las aguas de una tubería matriz, y a partir de la ley de gravedad como catalizador, se crea la sinergia del proceso; es decir, a mayor reducción del calibre de la tubería, mayor presión de salida del flujo.
Muchos eventos graves y determinantes ocurrieron en un breve espacio de tiempo. La noche del vómito, el fracaso de presentar el Oktoberfest en la cervecería, los líos conyugales de maridos sibaritas y mujeres cachonas, quienes escogían la cervecería para dar satisfacción al secreto deseo de todo ser humano de pagar con infidelidad cualquier desliz conyugal. Los alguaciles que citaban a los demandados, aprovechando su presencia en la cervecería, generando viscerales discusiones entre las partes involucradas. El golpe mortal del allanamiento de la UCV en tiempos de Caldera, que utilizó la trampa jaula de la cervecería, pues la Disip calculó, con sentido de realidad policial, que allí estaban los líderes estudiantiles solicitados, al unísono del allanamiento de la misma Disip a la cervecería en busca de un guerrilleo urbano de apellido Daza, político pero bohemio, dos cualidades al parecer mutuamente excluyentes, quien olvidó la más elemental medida de precaución, cual es no hacerse notorio en ningún sitio público A todo eso se agregaron los celos de Theresa, al notar el desmedido interés de Philip indistintamente por Aroma Fino, Sabor Alegre y Color de Oro, no tanto por sus atributos físicos, que los poseían sobradamente, sino por las asociaciones subliminales por parte de Philip con la Cerveza Caracas.
Philip estaba consciente de haber cometido un error, pero ¿cuál era?. Mejor aún ¿cómo enmendarlo? Dentro de unos términos relativos, él había pretendido implantar una realidad sobre la otra. Allí estaba la saga de la Cervecería Munich, con tantas vueltas y revueltas, con tantas idas y venidas, pero él quería ser como la araña que no se enreda en la tela que va tejiendo. El tiempo, el espacio, toda esa dimensión que gravita en su entorno, le había enseñado la realidad de un proyecto creado alrededor de espumas, material que cuesta tanto para construirlo, para instantes después disolverse en microcataclismos de agua y aire. ¡Un mundo construido con espumas de cerveza…!.
¿Relatividad del proceso? Mucho tiempo antes su paisano teutón Albert Einsten, tan bávaro como la cerveza, había demostrado solamente con un lápiz y un papel, que es menos que la espuma, la formidable fuerza de la energía, expresión redundante, pues nada puede mover la mente y el músculo con más reciedumbre que las moléculas de un cuerpo potenciadas por la velocidad de la luz.
Por su paisano teutón aprendió Philip, a través de su experiencia en la Cervecería Munich, que el espacio es finito, que la distancia más corta entre Baviera y Caracas no es una línea recta. Que el universo de la cerveza tiene sus límites. Que los rayos de luz que uno percibe en el éxtasis del sexo oral son curvos. Que las líneas paralelas entre su vida y las de Aroma Fino, Sabor Alegre y Color de Oro a veces se juntan. Que las medidas de longitud de los órganos sexuales varían de acuerdo con la velocidad con que se consume la cerveza. Que un cuerpo en movimiento en el supremo instante de un coito se contraerá en tamaño pero aumentará su masa. Que la cuarta dimensión, el tiempo, o la diferencia horaria de Caracas con Baviera, se agrega a las otras tres bien conocidas de altura, anchura y espesor de un proyecto frustrado.
Sí. Ya Philip tenía una decisión tomada. Se iría. Se iría contando los pasos que separan a Caracas de Baviera. Se iría con la relatividad del que emprende el camino de regreso pisando las huellas marcadas hasta el punto de partida. Se iría a emprender la misma aventura como la primera vez, pero ahora a yuxtaponer la realidad de Caracas sobre la realidad de Baviera, teniendo muy presente que no se trata ahora de tropicalizar a Baviera, aprendizaje derivado de la primera vez, cuando quiso transvasar el frío otoñal o invernal de Baviera en la tropical Caracas, lo cual no pudo realizar siquiera con la espuma de la cerveza, ni fría, ni con hielo ni al clima. Se iría con algunas botellas de la Cerveza Caracas en su valija.
Detrás quedó la saga que culminó una noche cualquiera cuando Philip casi sacó a empujones a la clientela que colmaba el local de su cervecería. En su loca carrera, dejó cientos de litros de cerveza estancados en los sifones y toneladas de salchichas a medio freír, pues en ese momento una mano piadosa apagó la estufa. Dio un portazo, colocó un cartel “cerrado por remodelación” y se marcho.
Desde entonces, los duendes rondan alrededor de unos calderos herrumbrosos, repletos de un aceite frío e inservible, que ya no exhala como antes el visceral aroma de la salchicha frita.